Fue el viernes 25 de octubre cuando ocurrió. Las advertencias por haber nacido mujer te condicionan toda tu existencia, pero también marcan una gran verdad. El hecho no fue mi primer susto, tampoco creo que sea el último, pero aun así se siente como si tropezaras con una piedra y quisieras confiar que - en el camino - ya no habrá más.
El día estaba soleado y ventoso, ideal para permanecer al aire libre y yo salía de la facultad preparada para almorzar con mi soledad. Venía de días complejos, queriendo desaparecer, deseando haber elegido otro camino. Sin amigas que pudieran acompañarme, opté por cambiar mi rutina y así llegué al patio de comidas de la Plaza Houssay. Caótica, ruidosa y acelerada como lo es cada viernes al mediodía, con estudiantes de medicina y sus ambos azules, los de derecho en sus trajes, niños en uniforme y sus padres gastando en otra cajita feliz, sin mencionar la gran cantidad de palomas que rellenan el espacio y posan - en los techos - intentando embocar su mierda sobre alguno, mientras ingiere su comida. Con todo ese caos, me armé un plan como si de una estrategia de batalla se tratara.
A veces, cuando tu cabeza va más rápido que tu cuerpo, el mundo parece un campo minado y trazar un camino certero es la única manera de salir con vida de esa situación. “Y por salir con vida” me refiero a seguir, en este caso, mi deseo: comer sola, en un ambiente público.
El proceso fue simple, lo hice millones de veces: Ir a la pantalla digital, elegir qué quería comer, sacar la tarjeta, pagar, tomar el ticket y esperar a que gritarán el número de orden. El segundo paso era elegir un lugar. Con la bolsa en mano,—porque se me hace más práctico pedir para llevar, hice un escaneo general y encontré una mesa para (los que me gusta llamar) solitarios.
Ahora, uno pensaría que - al elegir una mesa individual - nadie se atrevería a tomar asiento para compartirla. No está escrito en ningún lado que no se pueda, pero es una regla silenciosa que cualquier persona del mundo y con dos dedos de frente debe respetar o eso creí. Al parecer para los hombres no existen los límites o el respeto…eso no es nuevo. Y siendo una mujer sola, es fácil abolir tus derechos, pasar por alto tu voz, tu incomodidad y hacer lo que se te plazca porque sos hombre, tenés más edad y crees que por tener dos pelotas colgando sabes lo que es tener un punto débil.
Deseé con todas mis fuerzas que nadie me interrumpiera. Mi cuerpo achicado en el asiento, la mochila puesta en el pecho y con los auriculares bloqueando al mundo entero, lo gritaba a siete mares de distancia. De pronto me sentí inmóvil, como si mis ojos capturaran al tipo pidiendo permiso para sentarse en un plano cinematográfico en primera persona. Sonreí incómoda diciendo que no pasaba nada porque me criaron para ser amable hasta con las personas incorrectas. Así que ahí estaba, con la hamburguesa atorada en la tráquea, el hombre ignorando que por dentro lo estaba acuchillando una y otra vez por perturbar mi paz y no ser consciente de lo vulnerable que me encontraba.
Es posible que - al leer hasta acá - pienses que el hombre no estaba haciendo nada malo, que la perturbada era yo. Que aunque al lado mío se encontraban un chico y del otro lado una mujer grande en mesas similares y con el mismo número de asientos disponibles, elegir justo mi mesa era algo al azar. Yo también lo pensé. Cinco minutos fueron suficientes para entrar en alerta. Otros dos hombres con bandejas de comida se habían posicionado en los lados faltantes de la mesa. Acorralada por tres hombres que me doblaban la edad, sentí que era el fin. Es curioso cómo trabaja el cerebro cuando uno se siente en peligro, ya que, en muchos casos de trauma, la víctima siempre se culpa a sí misma. De forma lógica siempre creí que eso era una tontería, pero - en ese momento - mi cerebro empezó a culparse, a enumerar todas las cosas que hice mal. ¿En qué momento yo invité a estos hombres a invadirme? ¿Fue porque sonreí? ¿Porque creí que el primer hombre sólo estaba haciendo tiempo y que se marcharía como alguien normal? Si algo me pasaba en ese momento ¿Me lo merecería por estar sola?
—¿Te importa que nos sentemos con vos?—dijo uno. No pude verle el rostro porque todo mi cuerpo se había quedado paralizado. Parpadeé y la bronca burbujeando en la sangre me animó a hacerme oír.
—La verdad es que sí. Me incomodan. —pude decir.
El chico que comía, a mi izquierda, me miró y luego a los hombres. Parecía estar tan atento como yo a la situación. No estaba tan sola como pensaba y eso me alivió. Los dos hombres como llegaron se fueron a buscar otra mesa, aunque el primero, quien era amigo de ellos, decidió una vez más no escucharme. Se quedó, incluso aunque el chico lo invitó a su mesa porque ya se estaba yendo, pero se negó. No fue hasta que me dispuse a irme cuando sin mirarme a la cara ni pedir perdón, se retiró.
No sé lo qué querían conmigo, pero sí sé que tuve suerte. Sola o acompañada, en una multitud o en una avenida desierta, muy pocas son las personas que deciden escuchar, observar y hacer algo al respecto, pero lo terrible es que haya tantas, que sean cómplices del silencio.