Fue hace menos de un siglo, en los años cuarenta, cuando la concepción de una salud mental comenzó a crearse y a tomar, forma poco a poco. La aprobación de la Ley Nacional de Salud Mental, en un Estados Unidos de 1946, garantizó la creación, entre otras cosas, del National Institute for Mental Health (Instituto Nacional para la Salud Mental – NIMH). Tres años después, en 1949 se creó en la OMS la Unidad de Salud Mental, que comenzó a publicar informes que establecieron el concepto de salud mental y todas sus referencias.
Podríamos decir que, a partir de esta visibilización del bienestar psicológico – entendido como una dimensión separada del estado físico y que concierne a todos los ciudadanos - por parte de potencias mundiales como Estados Unidos o Francia, hablar sobre salud mental parece moneda corriente. Sin embargo, aunque una de cada cuatro personas experimente algún problema a lo largo de su vida y existan casi 970 millones de personas con trastornos mentales (OMS, 2019), solo un 58% de las personas piensan a menudo en su bienestar mental.
¿Qué se nos viene a la mente cuando mencionamos el temido concepto “enfermedad mental”?
Según la OMS, una afección de la salud mental comprende a los trastornos mentales y discapacidades psicosociales, así como otros estados asociados a un alto grado de angustia, discapacidad funcional o riesgo de conducta autolesiva.
¿Te suena? Sí, más allá de las “famosas enfermedades mentales” que se nos vienen automáticamente a la cabeza cuando pensamos en esta noción, como la esquizofrenia o la paranoia, se encuentran en este club la depresión, la ansiedad o el trastorno obsesivo compulsivo, por ejemplo.
Entonces, ¿no será que todos tenemos un poco de afecciones mentales a fin de cuentas? ¿Cuáles son las fronteras de la salud mental? ¿Cuán “normal” es que se sufran estos desbalances psicológicos?
Lo cierto es que las fronteras del término “salud mental” y “enfermedad mental” no están tan delimitadas como nos gustaría. Según la OMS, la salud mental es un estado de bienestar en el cual la persona puede desarrollar sus habilidades, afrontar el estrés normal de la vida, trabajar de forma productiva y fructífera, y contribuir a su comunidad, pero ¿cuántas personas conocemos que llevan la vida diaria sin una sobredosis de estrés, sin tomar ansiolíticos ni antidepresivos, sin tener dolores de cabeza constantes?
Hay dos términos que, a estas alturas sumaremos: la normalidad y la sobre productividad.
Consideramos normal todo aquello que, justamente, se atenga a las normas. Que no destaque de la media, tanto ni positiva ni negativamente. Sin embargo, como casi todos los conceptos relacionados con lo social, la normalidad está estrechamente ligada con el contexto histórico y cultural de la sociedad, con la perspectiva de ese momento. La normalidad es una idea que se construye colectivamente, que se establece de manera tácita. Podríamos decir, por ejemplo, que en el presente es normal ser superproductivo. Que aceptamos como algo positivo o cuanto menos, corriente, el “siempre estar haciendo algo”, el “no parar ni un segundo”, el llenarse de actividades porque no es correcto tener tiempo para uno mismo, para la autoexploración del mundo interior.
Una idea interesante es la de “il dolce far niente”, que, traducido del italiano, significa “el dulce hacer nada”. Se refiere a la práctica de disfrutar el tiempo libre, relajándose y encontrando alegría en momentos de inactividad sin sentirse culpable o apresurado. En esencia, es el arte de apreciar el presente y encontrar satisfacción en el simple acto de no hacer nada, valorando los momentos de descanso y desconexión.
El síndrome del agotamiento o su nombre en inglés, burnout, fue reconocido por la OMS en 2019 como un fenómeno laboral. Según una estadística realizada por Gallup, en 2021, el 76% de los trabajadores a nivel mundial han experimentado o experimentan el síndrome del agotamiento. En América Latina, un informe realizado por Bumeran en el 2022 reveló que 8 de cada 10 trabajadores sienten agotamiento mental o emocional crónico.
Según la OMS en el 2022, más de 300 millones de personas en el mundo sufrieron depresión y más de 280 millones, trastorno de ansiedad.
De esta manera, el fenómeno actual de “trabajar sin parar” se asocia al crecimiento del burnot y la ansiedad, especialmente en jóvenes profesionales.
¿Hasta qué punto la sociedad actual acompaña a la búsqueda personal por una buena salud mental? Incluso las redes sociales se esmeran por recordarnos que no somos suficiente. De hecho, en adolescentes argentinos, una encuesta de UNICEF (2022) mostró que 6 de cada 10 se sienten presionados por las redes sociales para mostrar una versión “perfecta” de sí mismos, y que eso se asocia a síntomas depresivos o de ansiedad.
Entrando en tema sobre nuestras tierras, un estudio global realizado hace un año posicionó a Argentina en el segundo país (de 39 analizados) con más porcentaje de estrés, con un 54%. Entre sus causantes podemos encontrar la falta de dinero (29%) y el trabajo (21%). Lo interesante en la cuestión es preguntarse si la falta de dinero está arraigada a una necesidad o ese estrés es producto de no tener el solvento económico para sobrellevar esa vida soñada que nos venden en películas o publicidades desde pequeños, encarados desde el consumismo y el materialismo y que social e inconscientemente nos vemos obligados a buscar; un auto, una casa, una familia que mantener.
Durante la pandemia, un estudio del CONICET/UNC halló que 47 % de los argentinos tuvo algún trastorno de ansiedad. El estudio epidemiológico nacional (adultos 18+ años) registra una prevalencia de por vida del 16,4 % para trastornos de ansiedad (incluyendo fobias, TAG, pánico, TOC, etc.).
En el mismo contexto de la pandemia, el 36,8 % de la población manifestó síntomas depresivos. El informe epidemiológico nacional indica una prevalencia de por vida del 8,7 % para el trastorno depresivo mayor y 12,3 % para trastornos del estado de ánimo (incluyendo distimia y bipolaridad).
Trastorno / Indicador |
Porcentaje en Argentina |
Estrés (auto-reportado, 2021) |
42 % |
Estrés negativo (2024) |
54 %; 72 % en 18‑24 años |
Ansiedad (pandemia) |
47, 5 % |
Depresión (pandemia) |
30–36,8 % |
Ansiedad (prevalencia de por vida) |
16,4 % |
Depresión mayor (prevalencia de por vida) |
8,7 % |
Trastornos del estado de ánimo |
12,3 % |
Trastorno de pánico |
4,7 % |
En este apartado del informe, aparecerán los adolescentes, entendiendo su rango etario entre los 12 y 18 años. Como sabemos, es una transición a la adultez, donde se ven más vulnerables pues están forjando su identidad y se redescubren en un camino tan maravilloso como doloroso, pues se trata de una transformación lenta y a la vez vertiginosa. Los datos nacionales son desalentadores y se observa la falta de contención psicológica hacia las juventudes.
Los estudios son casi nulos, reflejando una actualidad donde hablar de ir a un psicólogo en la mayoría de los casos no es un tabú ni es “para los locos” o escuchar charlas para la concientización sobre las drogas y el suicidio sin ser tomado como un tema perverso, pero no hay servicios equitativos para una mejora en el bienestar psicológico y mucho menos una vista hacia un cambio cultural que lleve a otros objetivos humanos, como la paz, el autoconocimiento y la frugalidad materialista orientada a un enriquecimiento interior.
Según UNICEF, 6 de cada 10 adolescentes argentinos declaran sentir depresión o ansiedad (esta encuesta incluyó 9000 chicos de 9 provincias durante el transcurso del 2024) y el Hospital de Clínicas de la UBA reportó que hubo un incremento del 30% en consultas por depresión y ansiedad durante el 2023 – 2024. Asimismo, un informe de ALUBA de noviembre del 2023 señala que en Argentina un 10 – 15% de la población presenta algún TCA (trastorno de la conducta alimentaria), principalmente en adolescentes.
El suicidio fluctúa entre la segunda y tercera causa de muerte entre los jóvenes de 15 a 29 años en nuestro estado. En 2020 la pandemia afrontó una devastadora cifra de 386 suicidios entre chicos de 10 a 19 años. Es decir, un poco más de una muerte por día.
Lo más trágico de la situación, es que este sufrimiento psicológico tan normalizado socialmente en adolescentes que se convertirán en adultos y continuarán con estos insalubres esquemas de comportamiento, es previsible y alterable.
Mucho se puede hablar de utopías donde los suicidios no existan, donde la ansiedad no se manifieste o donde miles de afecciones mentales no surgiesen, pero lo cierto es que existen y no desaparecerán. Es por ello que se debe contar con una contención emocional y psicológica, accesible para todos. Implica ofrecer apoyo emocional y herramientas para manejar las crisis y dificultades que puedan surgir durante esta etapa de desarrollo. Es fundamental crear un ambiente seguro y comprensivo donde puedan expresar sus sentimientos sin temor al juicio.
Es necesario que sean escuchados, acompañados y comprendidos, para romper el silencio que tan mal hace, para terminar con el círculo vicioso de normalizar conductas nocivas para nuestro bienestar mental. Los humanos no nacemos con juicio; se enseña. Es importante recordar ese enorme poder que se puede usar tanto a favor como en contra.
En Argentina —como en buena parte del mundo— la salud mental atraviesa un momento crítico. Las cifras no dejan lugar a dudas: casi la mitad de la población ha sufrido ansiedad o estrés en los últimos años, y cerca de un tercio ha experimentado síntomas de depresión. En los adolescentes, esta realidad es aún más delicada: más del 60 % reporta sentimientos de ansiedad o tristeza frecuente, y aumentan las consultas por ataques de pánico, intentos de suicidio y trastornos de la conducta alimentaria. Las causas no se limitan a lo biológico. El mandato de tener éxito, la presión por mostrarse siempre bien, la sobre-exigencia escolar o laboral, y la lógica de la productividad sin pausa son hoy factores determinantes en la salud emocional de jóvenes y adultos. La idea de que uno “debería estar bien” o “rendir siempre” alimenta silenciosamente un malestar que muchas veces no encuentra palabras.
Sin embargo, reconocer esta situación también abre la puerta a transformarla. La salud mental ya no es un tema tabú entre las nuevas generaciones; hoy muchos buscan ayuda y los que no conocen tanto sobre el tema se muestran dispuestos a aprender; se animan a intentar expresar y exteriorizar lo que generaciones anteriores callaron.
Es cierto que aún falta contención real —sostenida, accesible, cercana—, pero cada familia, escuela, espacio comunitario o digital que se anime a habilitar el diálogo es un paso firme.
Los cambios sociales llevan tiempo.
No se trata de romantizar el dolor ni de negar su profundidad. Se trata de entender que una sociedad que exige tanto, debe ofrecer al menos lo mismo en cuidado. Que hablar de salud mental no es una moda, sino una urgencia.