Más allá del auge de los formatos digitales y la irrupción de “Kindle”, el libro impreso sigue teniendo un lugar especial en el corazón de los lectores, es el último bastión de los románticos analógicos. El libro de papel representa un refugio intelectual, lejos de las pantallas y las notificaciones invasivas. Pero comprar un libro últimamente se convirtió en un lujo que pocos pueden darse.
Todos los cuentos que alguna vez nos narraron, con infinita ternura, dieron sus primeros pasos en una hoja en blanco, ávida de mayúsculas y puntos finales. A través de los libros fuimos incorporando y transmitiendo conocimientos; los libros estimulan la imaginación y agudizan el pensamiento crítico, no pueden ser un bien suntuario.
La situación actual de la industria es digna de un cuento de Edgard Allan Poe; la crisis destrozó los bolsillos de la gente y comprar libros resulta cada vez más oneroso. Después de la comida, los servicios y los alquileres, no queda nada para destinar a esparcimiento. La Cámara Argentina del Libro advierte que la caída en las ventas alcanza un 35% interanual, hoy un salario mínimo alcanza para comprar la módica cantidad de 13 publicaciones.
En la tierra de Jorge Luis Borges, el desplome de la venta de libros, es un golpe a la identidad de un país que se jacta de tener en su territorio una de las ciudades con más librerías del mundo: Buenos Aires tiene 22 cada 100.000 habitantes, y en todo el país suman 1.600 en total.
Los empresarios del sector se quejan de los aumentos excesivos de los insumos, producto de la desregulación de precios, y del derrumbe de la adquisición estatal de libros para escuelas y bibliotecas. En este sentido, advierten que es imperioso que el Gobierno implemente políticas que les permitan seguir produciendo en el país.
El panorama exige medidas urgentes, ya que las consecuencias pueden ser graves; por un lado, el deterioro del ecosistema del libro, que sustenta a miles de autores, profesionales, empresas e industrias de distintos tamaños; y, por el otro, el empobrecimiento de la oferta cultural, con menos variedad de libros, menos prácticas de lectura y menos desarrollo de las funciones cognitivas.
Lamentablemente la cultura está vista con cierta antipatía desde algunos sectores; una cuestión secundaria que debe dejarse librada a las leyes del mercado, sin intervención estatal. Incluso, haciendo gala de un macartismo anacrónico, acusan a la cultura de ser un caballo de Troya neomarxista. El desdén hacia las expresiones culturales no es casual; el pensamiento crítico interpela e incomoda, y el poder no tolera disidencias.
Estos detractores de la cultura viven tan obsesionados con los números que desprecian las palabras; afirman que la sociedad tiene otras prioridades (que finalmente nunca atienden), antes que promover la cultura, y se escudan en discursos demagógicos para no revelar sus verdaderas intenciones. Atacar las expresiones artísticas es atacar a la sociedad en su conjunto.
La cultura es un pilar fundamental de la civilización. Creamos obras de arte para recordarnos que somos más que primates (un poco más evolucionados) luchando para reproducirnos; podemos producir excelsas piezas que no tienen ningún valor utilitario para la supervivencia, pero que nos regocijan el alma. Y lo hacemos porque somos humanos; precisamente porque no es necesario, es tan importante.
En Fahrenheit 451, Bradbury nos sumerge en un futuro distópico; dominado por los medios de comunicación y los laboratorios. Montag, el protagonista, integra una extraña brigada de bomberos cuya misión, paradójicamente, no es la de apagar incendios sino la de provocarlos para quemar los libros. Porque en el país de Montag está terminantemente prohibido leer. Porque leer nos invita a reflexionar, y en el país de Montag está prohibido pensar. Porque leer nos impide ser ingenuamente felices, y en el país de Montag hay que ser feliz a la fuerza.