El tiempo a la mañana pasa volando y cuando me quiero acordar, ya estoy en camino hacia el inicio de la aventura conurbarense de cada día. Ya es primavera, el cantar de los pájaros se hace presente en mis oídos, una leve brisa con aroma a flores se apodera de mi cuerpo y el sol, que intenta asomarse entre las nubes, me abraza en este amanecer de jueves.
Me dirijo hacia la estación de Adrogué. Al llegar, apoyo la tarjeta SUBE e ingreso al andén, repleto de personas que a algún lugar, tienen que llegar. Sin embargo, no se sabe cuándo lo harán porque una vez más, algo sucedió y el entrañable tren Roca, no funciona a horario.
Este increíble ferrocarril metálico y pesado, - pero rápido - es de las cosas más desastrosas a las que quienes vivimos en el conurbano sur, debemos enfrentarnos en el día a día, por lo menos en hora pico. Porque cuando no cancelan servicios, estos están demorados y cuando el tren circula de forma directa, pasa algo inesperado que hace que pare absolutamente en cada lugar del camino.
Tras dejar pasar dos formaciones, en las que no cabía un alfiler, intento subirme a la siguiente, lo cual es una imperiosa odisea. Del último vagón, que suele ser el menos multitudinario, bajan tan sólo dos personas. El resto, van directo a Plaza Constitución y debo sumarme a ellos, si es que quiero llegar a la facultad en el día de hoy.
Entre empujones, logro subirme, pegada a la puerta. El aire está apagado y la humedad abunda en el ambiente, cargado de aromas no aptos para este horario, como el que sale del paquete de "Doritos" que está comiendo un niño a mitad del pasillo. La sirena, que indica que las puertas están por cerrarse, empieza a sonar y en ese ínfimo momento, ingresan cuatro personas más.
Ya no me encuentro junto a la puerta por la que entré, si no cerca de la que está al otro lado. No sé cómo llegué ahí, - pero mañana - voy a descubrir algún moretón que quizás, me ayude a construir una respuesta a este interrogante.
Al cerrar las puertas, ya no entra ni una pelusa y tampoco una gota de aire. Se oye la misma grabación que todas las mañanas en este servicio: “Próxima estación: Plaza Constitución”. A medida que transcurren los minutos allí, el oxígeno termina siendo casi inexistente. Y también, deja de existir el control corporal. Al mismo tiempo, a dos pasos de mí, se escucha:
- Dejá de empujarme, pelotudo
- No me insulte señora. No tengo más espacio. ¡¿Para qué se sube al tren a esta hora?!
- ¡¿Para qué te subís vos, estúpido?! ¡¿No ves que me estás apretando?!
Por supuesto, no me sorprende. La discusión continúa unos minutos y mientras tanto, algunos pasajeros ríen y otros, los observan estupefactos. No es nada que no pase habitualmente. El tren, al igual que la calle, es un reflejo de la vida misma: el escenario perfecto para la antigua - pero perdurable batalla - entre la civilización y la barbarie.
Las gotas de sudor ajenas y propias, se van sintiendo cada vez más y no sólo eso, sentís todo de quien está al lado tuyo. Ya no hay límites corporales ni libertad de movimiento, ni olores que no circulen en todo este apogeo mundano. Si esa persona se mueve, yo me muevo; si abre la boca, siento su aliento como si fuera mío - tan repugnante que cada vez que lo recuerdo, me dan arcadas-. Hasta llega el punto en que siento que me fusioné porque tengo un codo incrustado en mi abdomen y mi mano, por ejemplo, se encuentra ubicada entre la espalda de una señora y la panza de una adolescente, que no para de observarme con cara de pocos amigos.
A la altura de la estación Darío Santillán y Maximiliano Kosteki - ex Avellaneda -, el ferrocarril se detiene por varios minutos y un malestar se apodera de mi cuerpo. No solo se me entumece la pierna izquierda, sino que siento que no puedo respirar. - Tendría que sacarme el buzo - pienso entre mí. Pero enseguida descarté esa opción. En su lugar, me puse a contar ovejas mentalmente para distraerme - tal como lo hacía en las noches cuando era pequeña y no podía dormir-. - Va a estar todo bien - me dije a mí misma - solo quiero llegar -.
Dios, las fuerzas del cielo o quien sea que haya recibido mi pedido, hizo que este confortable carruaje continuará su recorrido y además - por suerte -, encendieron el aire acondicionado. A los pocos minutos me sentí mejor, aunque el movimiento de mi pierna brillaba por su ausencia.
Cuando me di cuenta, ya estábamos llegando a la terminal de la línea Roca, donde debía bajarme. Se abrieron las puertas y - en un abrir y cerrar de ojos -, estaba fuera de la formación. Sin embargo, todavía no sé cómo hice para bajar sin sentir la pierna…
Ahora sí, empieza mi parte favorita de este trayecto: la peregrinación hacia los molinetes. Las enérgicas piernas de los pasajeros del tren y el acelere que manejan, hacen que sea sumamente placentero, como se puede imaginar. Y en medio de ello, se disfrutan los aromas de los panchos, inmersos entre los gritos de los vendedores ambulantes, que ofrecen desde un chipá, hasta una crema con cannabis o una máquina de afeitar.
Al llegar a destino, siento que una vez más, sobreviví, con la certeza de que - al otro día - volveré a someterme a esta fantástica aventura y rogar, no desmayarme en el intento.
Lloran los músculos, lloran los cuerpos, lloran los pasajeros del tren Roca, sometidos a una tortura sostenida, en la que no parece vislumbrarse un futuro prometedor. Salir cuerdo de esta situación, es un verdadero desafío.