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Por QUAGLIA, ANABELLA

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En Argentina, el suicidio se ha convertido en la segunda causa de muerte entre adolescentes y jóvenes, por debajo solo de los accidentes viales. Esta realidad no solo refleja una estadística alarmante, sino también una urgencia que interpela a familias, escuelas, profesionales y al Estado. ¿Qué está fallando en nuestra capacidad para contener a los jóvenes? ¿Qué señales no estamos viendo? ¿Qué se puede hacer, o debe hacerse, para revertir esta tendencia?.

Para la Organización Mundial de la Salud (OMS) el suicidio es definido como “el acto deliberado de quitarse la vida”. Esto abarca no sólo los suicidios consumados, sino también los intentos, entendidos como acciones autolesivas con intención de causar daño potencialmente letal, aunque sin llegar a la muerte. Según datos del propio organismo, los intentos son entre 20 y 40 veces más frecuentes que los suicidios consumados, lo que revela un problema de salud pública mucho más extendido de lo que se percibe a simple vista.

Desde una perspectiva filosófica, Arthur Schopenhauer ofrece una visión profundamente humana y provocadora sobre el suicidio. Lejos de verlo como una negación de la voluntad de vivir, sostiene que el suicida afirma enérgicamente su voluntad, al rechazar no la vida como tal, sino las condiciones específicas que la tornan insoportable. Para Schopenhauer, el suicidio no es una rendición, sino un gesto extremo frente al sufrimiento que la existencia impone cuando el deseo profundo de bienestar no encuentra salida.

Ambas miradas, la científica y la filosófica, permiten comprender que detrás de cada caso de suicidio hay un conflicto complejo, una lucha silenciosa que, en muchos adolescentes, se intensifica en un contexto social, emocional y cultural que muchas veces no ofrece herramientas para enfrentar el dolor.

El suicidio en la adolescencia rara vez tiene una sola causa. De acuerdo con UNICEF, múltiples factores psicosociales y ambientales confluyen en estos casos: trastornos como la depresión y la ansiedad, situaciones de acoso escolar o ciberbullying, problemas familiares, violencia intrafamiliar, consumo problemático de sustancias, e incluso el uso excesivo o negativo de las redes sociales, que puede profundizar el aislamiento o las comparaciones dañinas, la adolescencia es una etapa particularmente vulnerable, marcada por cambios hormonales, presión social y una búsqueda de identidad que, en ciertos contextos, puede volverse abrumadora.

 

¿Cuáles son la señales de alerta?

Desde el Hospital Garrahan se enfatiza la importancia de la detección temprana y el acompañamiento profesional adecuado. No se trata solo de identificar un problema, sino de generar entornos donde hablar de salud mental no sea un tabú.

Observar si presenta cambios bruscos en el estado de ánimo o el comportamiento, aislamiento social, pérdida de interés en actividades que antes era de su agrado, tener comentarios sobre la idea de su muerte, el suicidio o sentimientos de inutilidad y ademas presentar un descuido personal o académico repentino.

El diario La Nación expuso crudamente esta problemática con el caso de “Naza”, donde se podia observar a simple vista que era un adolescente como tantos otros, pero detrás de esa apariencia se ocultaban angustias muy  profundas que no fueron advertidas a tiempo. Su historia no es aislada: muchas veces, el dolor de los jóvenes es silencioso, y sus señales, sutiles.

 

Respuestas a la problemática

Una de las herramientas más importante para la prevención es la educación socioemocional. Expertos de UNICEF y el Hospital Garrahan coinciden en que es fundamental incorporar, de manera obligatoria y sostenida, programas educativos que enseñen a niños y adolescentes a gestionar emociones, fortalecer la autoestima, desarrollar la resiliencia y reconocer señales de alarma en ellos mismos y en sus pares.

Estos programas también deben capacitar a docentes para que puedan detectar a tiempo factores de riesgo y saber cómo actuar o derivar a un profesional. La escuela puede y debe ser un entorno protector, pero para eso necesita recursos, formación y acompañamiento constante.

La salud mental en la adolescencia necesita una red de atención más amplia, accesible y eficaz. Entre las principales demandas se puede destacar: la creación de centros especializados en adolescencia; la presencia sostenida de psicólogos y psiquiatras en el sistema de salud pública y privada; la descentralización de servicios, para que haya cobertura tanto en zonas urbanas como rurales; que los espacios de atención sean gratuitos, confidenciales y empáticos, especialmente diseñados para jóvenes; y además, la línea 135, de atención gratuita, anónima y 24 horas para personas en crisis, necesita más difusión y fortalecimiento, ya que puede representar la diferencia entre la vida y la muerte en situaciones límite.

Combatir el estigma social en torno a la salud mental y el suicidio adolescente es otra pieza clave. En la actualidad muchos jóvenes temen ser juzgados si piden ayuda, y muchas familias callan por vergüenza o desconocimiento.

Las campañas de concientización pública, la formación de periodistas para un tratamiento responsable del tema en los medios, y la promoción del diálogo en los hogares son pasos necesarios para normalizar la conversación sobre el malestar emocional.

UNICEF destaca que desestigmatizar no solo salva vidas, sino que fomenta una cultura del cuidado, dónde pedir ayuda no es un signo de debilidad, sino de fortaleza.

¿Dónde buscar ayuda?

Además de la línea 135, existen otras vías de acompañamiento gratuito:

  • Hospital Garrahan – Servicio de Salud Mental Infantil y Juvenil: atención especializada.
  • www.argentina.gob.ar/salud/mental: listado de centros de atención y recursos.
  • UNICEF Argentina: materiales educativos, campañas y líneas de orientación para adultos responsables.
  • Organizaciones como S.O.S. Un Amigo Anónimo y Fundación INECO ofrecen espacios de contención y escucha para adolescentes y familias.

Prevenir el suicidio adolescente no es solo tarea del sistema de salud. Es una responsabilidad colectiva, que comienza en el hogar, continúa en las escuelas y se extiende a toda la sociedad. La inversión en programas de prevención educativa, el fortalecimiento del acceso a servicios de salud mental y la erradicación del estigma son tres pilares fundamentales para revertir esta dolorosa realidad. 

Necesitamos construir una sociedad donde la escucha activa, la empatía y la contención sean valores cotidianos. Donde ningún joven se sienta solo, y dónde pedir ayuda sea una opción viable, cercana y digna. La salud mental debe dejar de ser una deuda pendiente. Porque cada vida importa, y porque nuestros adolescentes merecen vivir, crecer y soñar en paz.

 

 

 

 

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