El extremismo religioso : la octava plaga de Francia
Por Loic Paul Dugelay, 9:44 Hs. Lectura aprox.: 4 min.
El extremismo religioso se propaga como un reguero de pólvora en Europa, afectando especialmente a Francia. Los repetidos atentados perpetrados en suelo francés demuestran la incapacidad del mundo musulmán y de los estados en contener este fenómeno. Las responsabilidades se reparten entre imanes ultras y gobiernos que ya no logran contener la desesperación de ciertas poblaciones que encuentran en estos actos violentos el último refugio en el cual derramar su amargura y su odio. Ante la ausencia de un proyecto de sociedad unificador, las escotillas de la violencia están abiertas. Si ya no existe más guerras de territorios para las cuales combatir entonces los territorios del alma serán los nuevos bastiones a defender.
Francia, emblema de la defensa de la libertad de expresión y de la laicidad, libra una lucha secular para preservar el compromiso anunciado con orgullo por su lema nacional «libertad, igualdad, fraternidad». Aunque a menudo se encuentra con algunos burlones en su camino, felices de señalar con el dedo sus imperfecciones, no quita que estas tres palabras están inscriptas en el ADN de todos los franceses, una herencia genética al igual que su espíritu revolucionario. Francia no reflexiona sobre cómo traducir en realidad estas tres palabras, las vive a diario. Esto la convirtió en una tierra de asilo para nacionalidades de todo el mundo y, dado su pesada historia colonialista en el continente africano, para muchos musulmanes.
El Islam, como otras religiones monoteístas, provoca numerosas desviaciones identitarias que las autoridades de los países europeos no logran controlar. Muy pocos países en el viejo continente están a salvo y Francia, al igual que sus vecinos ingleses y españoles, encabeza el sombrío ranking de los que cuentan el mayor número de agresiones terroristas. Desde enero de 2015 y la matanza que causó varias víctimas entre los periodistas del semanario satírico francés «Charlie Hebdo», los atentados se han multiplicado. Este drama, que conmovió al mundo entero, pretendía quebrantar un símbolo fuerte de la libertad de expresión francesa y de su apego a la defensa de una prensa independiente.
El miércoles 16 de octubre, Samuel Paty (47), profesor de historia en un colegio, fue brutalmente decapitado en la calle por un migrante de 18 años. Este padre de un niño de 5 años, profesor dedicado, amado y con competencias reconocidas por todos, enseñaba la libertad de expresión en clase de educación cívica. En varias clases advirtió a sus alumnos más sensibles que podían abstenerse de asistir al curso ya que para ilustrar su propósito iba a mostrar caricaturas del profeta Mahoma publicadas en la revista Charlie Hebdo. La simple exposición de estos dibujos le costó la vida como a las decenas de periodistas del semanario que le precedió. Bastó con que una sola alumna se subleve para encender la mecha y que se desencadene una salva de agresiones e insultos a través de las redes sociales. Esta campaña de denigración, llevada a cabo con celeridad por un padre de alumno musulmán, reclamaba la destitución del infiel e invitaba a represalias. No ha sido necesario más que esta diatriba y el inmovilismo de las autoridades escolares para dejar lugar a un adolescente despistado de vengar al profeta a hachazos.
Este episodio ilustra los peligros de la radicalización religiosa a la que se enfrentan los países de obediencia no musulmana frente a un terrorismo cada vez más difícil de combatir. Antes, los ataques eran reivindicados por grupúsculos extremistas que las autoridades llegaban poco o mucho a vigilar, impidiendo a menudo catástrofes. Hoy, asistimos a la emergencia de un terrorismo «Low Cost» perpetrado por individuos aislados que no pertenecen a ninguna organización y que operan con medios más humildes como armas blancas, vehículos o bombas artesanales. Ya no hace falta un gran chambelán para mover los hilos y enviar al matadero voluntarios al sacrificio divino. Internet basta para cristalizar las frustraciones y los miedos despertando conciencias religiosas apagadas que buscan un fin a su existencia. Las amenazas no provienen sólo de musulmanes originarios de países árabes, sino también de europeos convertidos. La identidad del enemigo se vuelve cada vez más borrosa, los contornos se desvanecen como los de las fronteras.
En medio del caos, Francia enarbola el estandarte de su laicismo y reivindica su libertad de expresión negándose a obedecer a la amenaza del fanatismo. En la ceremonia de homenaje al profesor Paty, caído bajo la hoja afilada de la intolerancia, el presidente francés Emmanuel Macron expresó claramente la posición de la nación: «No renunciaremos a las caricaturas». Esta declaración no tardó en desencadenar fuertes reacciones en el mundo musulmán. Hubo manifestaciones en Qatar, en Malí y en particular hizo estallar la ira del presidente turco Recep Tayyit Erdogan, con quien las relaciones son extremadamente tensas desde que Francia tomó posición a favor de Chipre en un conflicto en el mar Mediterráneo donde Turquía decidió apropiarse aguas internacionales a fin de hacer exploración de gas. Erdogan, cuyo leitmotiv político es la recuperación de los extremistas musulmanes – hace pocos meses convirtió la mítica basílica Santa Sofía en mezquita – invitó su homólogo francés «a hacer exámenes de salud mental».
Hoy en día, la multiplicación de los atentados está sostenida por una escalada de agresiones políticas abiertas provenientes de un mundo musulmán que desea imponer su visión maniquea de la religión a una nación edificada sobre la herencia de los filósofos del siglo de las luces como Voltaire y la idea que un Estado laico no debe permitir que las convicciones religiosas interfieran en la organización de la sociedad. Así como los países musulmanes imponen sus leyes a los que pisan sus tierras, obligando por ejemplo a las mujeres occidentales a cubrirse para no ofender sus creencias, sería justo esperar que no interfirieran en un país cuya tradición es totalmente diferente y que simplemente reivindica su derecho a expresarse libremente. Si las religiones desean realmente predicar el amor y la compasión, ha llegado el momento de mostrar al mundo de qué son capaces, y emprender el camino de la tolerancia.