Compartir la soledad: una recorrida por la Buenos Aires en situación de calle
Por María Belén Gómez Iovanna, 9:58 Hs. Lectura aprox.: 10 min.Son las ocho de la noche en Buenos Aires. La ciudad está envuelta en una brisa que, aunque fría, no llega a congelar a quien la recibe. Las personas se encuentran ya en sus casas. Son sólo algunas las que caminan por la calle, todas con la mitad de la cara tapada por un barbijo.
La esquina donde se encuentra la parroquia Nuestra Señora del Carmen es probablemente una de las más transitadas de Villa Urquiza, ya que está ubicada sobre la avenida principal del barrio, la Avenida Triunvirato. Somos unos cuantos los que entramos por sus grandes puertas de reja, subimos al primer piso y recogemos los canastos, que guardan una gran cantidad de viandas recién preparadas, listas para ser repartidas a la gente que, producto o no de la pandemia, está viviendo en la calle.
Una vez separadas las viandas y los termos con sopa, nos separamos en varios grupos para así distribuirlas por los barrios cercanos: Devoto, Belgrano, Urquiza, tal vez alguno más. Antes de salir y subirnos a los autos rezamos un Ave María.
-Lo hacemos para que el recorrido no sea simplemente ir y entregar alimentos, sino lograr ver al otro como a un hermano y hacer de esto un compromiso con Cristo. Y le rezamos a María porque ella es un ejemplo de servicio, lo hacemos en su nombre”, cuenta Sonia Requejo, hermana de la congregación de la Anunciata, quien antes de formar parte de este proyecto participó de otros similares, no solo en Argentina, sino también en países vecinos como Perú o Chile. -Es exactamente lo mismo en todo el mundo, siempre hay gente en la calle. La única diferencia que noto es que acá hay gente grande también. En Chile eran más que nada jóvenes alcohólicos o drogadictos que habían terminado en la calle.
Si bien son muchas las razones por las que las personas pueden terminar en esta situación, la mayoría suele tener una raíz común. Hay algo seguro, nunca ocurre de un día para el otro.
–Es algo que se construye, un proceso que empieza con el rompimiento de los vínculos. La persona que termina en este lugar viene acompañada de una patología psiquiátrica y suele tener su base en las adicciones. Es raro que esté así por solo perder un trabajo, es en realidad un desapego de vínculos que se sufre desde mucho tiempo atrás – explica María Laura Marsala. Es trabajadora social de la vicaría de Devoto hace quince años y trabaja en Cáritas, una organización de la Iglesia Católica que hace eje en las problemáticas relacionadas con la pobreza. –Si están en la calle es probablemente por razones psiquiátricas o de adicción. Por esa razón es importante conocerlos, saber su historia, no simplemente dar un plato de comida o un abrigo, sino hacer que ellos sepan que están acompañados.
Encuentros de la recorrida
Apenas comienza nuestro camino nos encontramos con Julio. Está acostado boca arriba, tapado con una simple manta, casi oculto en la oscuridad, contra las rejas del Parque Sarmiento. Lo rodean un carrito de compras azul, un bracero al parecer recientemente apagado, basura en cantidad y una montaña de botellas de vino acumuladas desde hace un tiempo incierto. A solo unos metros de donde él se encuentra pasan ciclistas y personas corriendo o caminando, ya que aquel parque es, por excelencia, el punto del barrio elegido para hacer ejercicio. Ninguno parece notar la presencia de Julio al pasar a su lado, aún aquellos que sí lo hacen, le dedican una sutil mirada de desprecio, incluso enojo, quizás miedo, y continúan su recorrido.
A medida que nos vamos acercando se hace más nítido el sonido que lo acompaña de fondo, una transmisión radial del partido de Boca y Libertad, que se está jugando en Asunción con motivo de la Copa Libertadores. Cuando Julio se da cuenta de nuestra presencia, enseguida se acomoda, sentándose, y se adelanta a nuestro saludo alertándonos, no solo con su voz casi desesperada, sino también con sus gestos, que no nos preocupemos porque él no hace nada.
–Soy un loco bueno. Mi único problema es esto -nos confiesa señalando la botella de vino que reposa junto a él.
Le preguntamos por el partido y como respuesta se levanta la remera, mostrándonos la camiseta de Boca que lleva puesta debajo de ésta. Parece que esa pregunta lo empuja a entrar en confianza porque enseguida nos cuenta que está viviendo allí solo, echó a sus compañeros por ser irrespetuosos con las mujeres. –Yo soy muy respetuoso. Si pasa una mujer por acá no voy a andar chiflándole y gritándole cosas. Pero ellos sí, por eso los eché.
A Julio le gusta mucho hacer bromas, dice él que es porque en la radio lo hacen todo el tiempo. Cuando le ofrecemos algo para comer nos responde:
–Quiero una línea de merca, ¿No tienen? -y riendo nos recuerda que es solo un chiste. De a poco se va abriendo más y termina por contarnos la historia de su vida. Tiene 46 años, es de Tucumán y está en la calle desde los 15, luego de que sus padres se separaran. Llegó a Buenos Aires no mucho después. Desde entonces llevó una vida dura, robaba para comer, estuvo preso, salió, volvió a estarlo. Guarda un gran rencor hacia su familia, está sumamente dolido por las cosas que le hicieron pasar.
–Es muy difícil estar en la calle. Estás todo el tiempo peleándote con todos porque te quieren robar, pegar o sacar de donde estás -dice rompiendo en llanto-. Yo quiero salir de la calle, pero el alcohol no me deja. Todos los días me levanto y con la plata que consigo voy y compro alcohol -.Ese llanto se convierte en emoción cuando recuerda algo más.-Pero, aunque esté acá sé que lo tengo a Dios, entonces puedo decir que tengo algo que mi familia no tiene: soy libre, porque soy hijo de Dios-. Esta idea lo hace sonreír, como si lo demás dejara de importar. Nos cuenta además que tiene una Biblia en su carro y, aunque no la puede leer, lo reconforta el hecho de tenerla con él.
Unas cuadras más adelante nos encontramos con Jonathan, de 33 años, quien duerme sobre su carro de cartones.
–Ya sé que parezco mucho más grande. Estoy hecho mierda gracias a todo el tiempo que estuve en la cárcel-. Jonatán tiene un ojo lastimado con el que nada ve, una cicatriz que le recorre los labios, y le faltan la gran mayoría de los dientes. Lleva puesta una gorra que, sumada a la escasa luz que ofrecen las lámparas de la vereda, vuelve difícil vislumbrar algunos rasgos de su cara. Estuvo preso desde sus 18 años y durante muchos más, comenzando por el penal de Devoto y terminando en el de Ezeiza. Sin embargo, al contrario que Julio, él no cree que eso haya sido responsabilidad de sus padres.
–Yo a mi familia no la jodo, por eso estoy acá –admite Jonathan-. Pero mi papá también vivió la mayor parte de su vida en cana, y yo pasé muchas lunas en el penal.
Por último, nos cuenta la historia de sus novias y se despide muy a pesar suyo, pero aferrado a la promesa de volver a vernos la semana próxima.
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Unas cuantas cuadras después, precisamente en la esquina de Olazabal y Miller, nos cruzamos con un personaje muy interesante. Está acostado boca arriba sobre una caja de cartón, las manos juntas sobre el pecho. Viste una túnica de un blanco purísimo, con un cordón que rodea su cintura, lleva los pies descalzos, la barba larga y un pañuelo igual de blanco que le cubre la cabeza. Se hace llamar Jesús, afirma ser de Jerusalén y haber nacido en Belén. Tiene mucho conocimiento sobre las escrituras de la Biblia, al vernos nos recita de memoria el “Cantar de los cantares” junto con otros libros del Antiguo Testamento. Es además un hombre extraordinariamente agradecido, a cada comentario nuestro, ya sea acerca del clima o la comida, responde dando gracias a Dios y haciendo una sutil reverencia. Su conversación se limita a estas palabras, siempre con un tono suave y cargado de dulzura. Nos despide con la urgencia de que sigamos nuestro camino, para así ayudar a los que lo necesitan más que él.
El último tramo de nuestra recorrida nos conduce hasta Andrea y Cristian. Andrea duerme en la parroquia Jesús Misericordioso y Cristian, su hermano, en frente. Junto con Maxi y Rita, que duermen en las calles de alrededor, ambos conforman un grupo que, a pesar de sus peleas y conflictos, significa para cada uno de ellos una familia. Comen y toman juntos, cantan, bailan y se ríen juntos, se cuidan el uno al otro. Pero hace ya unas cuantas semanas que tanto Rita como Maxi no están más ahí. A los dos se los llevaron al Hospital Pirovano. Se sabe que Rita, una mujer ya entrada en años, se fisuró una costilla y apenas era capaz de moverse. Sin embargo, nadie conoce con certeza el diagnóstico de Maxi.
–Estoy durmiendo yo en la cama de Rita, de paso le cuido las cosas –dice Cristian antes de que se lo preguntáramos siquiera. Detrás de él, un nylon cubre las pertenencias de su amiga. Aunque vive solo con su hermana, Cristian tiene una hija de la cual se enorgullece. Ella trabaja en el Gobierno de la Ciudad y logró, en varias ocasiones, contactar a su padre con el BAP (Buenos Aires Presente), un programa que brinda asistencia social a aquellos en situación de calle, y uno de cuyos servicios incluye el transporte y estadía en los alojamientos distribuidos en distintos puntos de la Ciudad. Sería posible, entonces, preguntarse por qué Cristian se encuentra viviendo en aquella esquina en lugar de haber aprovechado lo que parece ser una oportunidad de tener un techo y comida. La respuesta es simple: le bastaron un par de días para darse cuenta cuánto extrañaba la libertad de la calle.
–Estar ahí es como estar preso. Te vigilan todo el tiempo, no podés salir, ni moverte, ni nada. Apenas pude me escapé.
Ayudar durante la pandemia
Son muchas las personas que, a raíz del Aislamiento Social, Preventivo y Obligatorio terminaron en situación de calle. Hasta hace un año atrás la Ciudad de Buenos Aires contaba con unas 7.200 personas viviendo en sus veredas, hoy en día, atravesada por lo que parece ser una circunstancia inmanejable, esta cifra aumentó hasta superar las 10.000 personas.
-Yo antes de la pandemia estaba en una situación más estable, alquilaba un lugar para vivir. Pero con todo esto terminé en la calle -dice Ramón, que está durmiendo en la esquina de Lugones y Sucre hace ya unos seis meses. Tiene a sus hijas en San Miguel y solía visitarlas seguido, hasta que comenzó la cuarentena. Ramón es un hombre elegante y muy pulcro. Usa una camisa a rayas, un pantalón de jean con cinturón y unas zapatillas, y lleva el pelo prolijamente peinado. Por eso cuando nos acercamos a ofrecerle una de las viandas nos pide un desodorante para la próxima. Se baña tres veces por semana en la estación de ferrocarril donde trabajó durante 30 años. Ahí todos lo conocen, es donde guarda sus cosas durante el día.
–Dejé de trabajar allá hace muchos años, pero estoy esperando a cumplir 65 para empezar a cobrar la jubilación, que me va a ayudar bastante -agrega Ramón, que tiene 64 años y parece de 52.
No obstante, así como parece ser cada vez más la gente viviendo en la calle, aumenta también la cantidad de vecinos, clubes, asociaciones y parroquias que deciden salir a darles un plato de comida, un abrigo, a ofrecerles el oído o regalarles una sonrisa.
–Nuestro proyecto, “El Carmen sale”, nace del corazón de algunos jóvenes que al encontrarse en este contexto de pandemia querían dar una respuesta y un acompañamiento a la necesidad que plantean las personas que se encuentran en una situación de pobreza, principalmente en la calle. Este contexto generó una visibilidad de esa gente, lo cual motivó la caridad -dice Oscar Mercado Bolton, cura de la parroquia Nuestra Señora del Carmen-. La finalidad principal del Carmen es generar un encuentro. Nosotros vemos a Jesús en el hermano y a partir de esa experiencia intentamos ayudarlo en sus necesidades primarias, ver qué es lo que necesita, abrazar juntos la realidad y descubrir qué podemos hacer para que su vida sea plena. Esto entendiéndolo en un contexto no simplemente de ayuda sino de promoción humana, no solo solucionar una necesidad en ese momento, sino comprometernos con el hermano hasta el punto de ayudarlo a salir de esa situación.
Oscar tiene 36 años y llegó a la parroquia hace solo unos meses, en seguida sus planes se vieron suspendidos por la pandemia. Pero él se aferró a esa situación y, viendo que muchos comedores y proyectos dedicados a repartir comida a la gente en situación de calle se vieron obligados a detener su actividad, decidió que aquellas personas no podían ser privadas de un plato de comida. A continuación, puso en marcha un nuevo proyecto con la ayuda de los jóvenes de la parroquia. Por medio de una convocatoria en las redes sociales, la gente se fue sumando, aportando donaciones y reportando lugares del barrio donde se encontraban personas durmiendo en la calle. Sin embargo, para Oscar la comida no es más que una excusa para acercarse a aquellos que se encuentran solos y cuya mayor necesidad es el afecto.
–Lo más importante a la hora del encuentro con el otro que está en esa situación es poner el corazón en el oído, es escuchar atentamente, es poder mirar a los ojos, es poder agacharse y acercarse al otro si está tirado, si se encuentra enojado ser paciente, si se encuentra desestabilizado emocionalmente estar todo el tiempo que sea necesario, si es víctima de alguna adicción tratar de no desentendernos sino de rescatarlo de esa esclavitud que lo tiene preso. Pero por sobre todas las cosas, es descubrir no solamente lo que el otro necesita en lo que me dice, sino a partir de la realidad.
Posar la mirada sobre la otra persona implica sacarla de uno mismo, dejar el individualismo en el que la sociedad de hoy nos invita a vivir. Conlleva el pequeño sacrificio de frenar, mirar alrededor y preguntarse: ¿Qué pasaría si ese fuera yo?